Resumen
La poesía –en este nuevo orden de cosas, donde imperan la violencia, la duda y sobre todo el dinero– viene a ser ponderación de la palabra, ya no por la palabra-cosa tanto como por la palabra en sí. Excavación, lo más hondo que se cave lo más parecido al pensamiento: a la voz, y luego, por lo tanto, al canto. Eduardo Milán ha vivido en esa lid los últimos treinta años, y ha comenzado a habitar entre las cuatro paredes translúcidas de su propia manera de decir las cosas: pensando –excavando–, maquinando atardeceres más allá del alba concretista de sus primeros libros. Poesía
posconcreta, poesía para fijar el vuelo en uno, dos n-instantes sucesivos. Elongación y fijación del ser en el espacio que sólo a él le corresponde. Poesía –la suya, se entiende– antes y después de la prosa. Poesía que sin embargo prosa. Aquí, en Milán, en los (nuevos) poemas de Milán, la vida parece ser cuestión de sílabas planas, sin relieve, medidas que trastocan su propio ámbito en uno que otro rododendro. Rodar adentro, que también es volcarse afuera. Florecer, meditar: flor de loto. Aunándose a esta cadena de conocimiento mediante la ponderación de lo concreto-figurado, lo escuchamos decir; lo escuchamos, una vez más, arrancar esa flor: “adentro de la vida [él] le pide la palabra a la vida y la vida se la da, flor dádiva”. El lector que busque a Milán –pájaros, palabras, dentro de sí– lo encontrará en las páginas de Unas palabras sobre el tema, cortando a lo transcurrido en poesía frutos cada vez más maduros, cada día menos idealizado el ideal de lo bello; cada día, todo, menos actuado, menos consciente de sí.
